Judith Butler
La transformación del mundo y el cultivo de la no-violencia como el único futuro posible
Transcripción
Soy Judith Butler. Soy Distinguished Professor [profesorado emérito] en la Escuela de Posgrado de la Universidad de California, en Berkeley. También escribo, investigo en estudios de género, sexualidad, filosofía continental y teoría crítica. También enseño literatura y seguro que hay más cosas que decir sobre mí, pero eso es todo lo que se me ocurre ahora.
Bueno, me gustaría pensar que Madrid, que El País, está homenajeando mi trabajo como una forma de resistencia al régimen contemporáneo de violencia que vemos en las fronteras de Europa, en Palestina, en Ucrania y en Sudán. Yo espero que mi trabajo forme parte de una perspectiva para la izquierda, o para la humanidad en general, que valore la igualdad, la libertad y la justicia, que valore la no violencia, que valore el pensamiento, el pensamiento crítico y la universidad. No sé si es el caso, pero es obvio que vivimos en una época en la que circulan muchos tipos de odio de manera muy apasionada. El odio hacia los gais, las lesbianas, las personas trans, el odio hacia las mujeres, el odio hacia las minorías, hacia las personas migrantes, el odio hacia los pueblos árabes, sobre todo hacia la población palestina… Por eso creo que tenemos la obligación colectiva de entender ese tipo de odio, que está vinculado al miedo, por un lado, y a la violencia, por otro.
¿Cómo nos acercamos a las personas que viven con miedo, odio y el deseo de cometer actos violentos o que ya cometen actos violentos de una forma u otra? A lo largo de mi carrera como filósofe y especialista en teoría literaria, siempre he pensado que el lenguaje y la razón eran los mejores instrumentos que teníamos. Teníamos que convencer a quienes no están de acuerdo con nosotres o a quienes se recrean en el odio.
Tenemos que convencerles con la razón, calmarles y hacer que escuchen, hacer que lean y formarles mejor, pedirles que dejen de lado su ignorancia y adquieran conocimientos, empatía y un objetivo común en este planeta. Pero veo que la razón, el argumento y la empatía no siempre funcionan. Hay quienes creen que la empatía es una señal de debilidad y que debemos defender lo nuestro, nuestra nación, nuestra raza, nuestra forma de vida a expensas de las demás personas.
Hay quienes creen que solo las personas elitistas trabajan con la razón y que, quienes insisten en el raciocinio, se han formado en universidades de élite o forman parte de una clase elitista. Sus valores no surgen de la razón, sino de otras fuentes, tienen otros orígenes. Por eso mismo, creo que nuestro enfoque debe ser más firme. Tenemos que preguntar a la gente en qué tipo de mundo quiere vivir y en qué tipo de mundo quiere vivir con las demás personas. En otras palabras, cuál es el concepto de una vida digna, de un mundo habitable, de un mundo en el que se pueda vivir. ¿Cuál es la idea por la que debemos luchar juntes? ¿Una centrada en la desigualdad, el patriarcado, el racismo y la codicia capitalista? ¿O una que no solo busque compartir los bienes de este mundo de manera equitativa y tener igualdad política, sino que también respete sus obligaciones con la tierra, el cielo, el agua, los elementos, todos los elementos vivos de este mundo que están en peligro por la intervención humana?
Creo que, en la izquierda, necesitamos desarrollar una visión, una forma de imaginar, una forma de desear y esperar un mundo diferente, transformado. Y tenemos que ponerlo a disposición de todas las personas, en todos los idiomas y en todos los medios de comunicación, para obligar a la gente a abandonar ese odio, esa tendencia a la desigualdad y ese ensalzamiento de la violencia. Hay otras cosas que ensalzar; y tal vez deberíamos dejar claro qué ensalzamos y por qué.
Bueno, entiendo que algunas personas crean que utilizar la palabra «genocidio» es irresponsable o que es un tipo de expresión emocional, pero la realidad es que el genocidio ha sido definido por el derecho internacional. Fue definido originalmente por Raphael Lemkin en 1948, y esa definición, que luego fue incorporada al derecho internacional, deja claro que el genocidio implica un ataque y un intento de destruir a un grupo — ya sea por motivos étnicos, raciales o de otro tipo—, a un grupo específico, su forma de vida, con el objetivo de acabar con la vida de ese pueblo. Ahora bien, hay diferentes formas de atacar y destruir una forma de vida. Se puede destruir su agua; se puede destruir su comida y sus cadenas alimentarias; se pueden destruir todas sus instituciones educativas y todos sus hospitales o casi todos; se puede matar a cualquier número de personas. No hay un número concreto que constituya un genocidio. Hay gente que piensa que sí, pero no es cierto. Si una acción o un conjunto de acciones tienen como objetivo destruir la vida de un pueblo, es decir, su forma de vida, incluidas todas las infraestructuras que permiten la vida, eso es genocidio. Es una señal de intención genocida. Por eso no se trata solo de que muchas personas hayan sido bombardeadas y asesinadas en sus casas, en la calle, en los refugios, en los hospitales, en Gaza, sino que también se ha atacado a todas las instituciones destinadas a la continuación de la vida, a la preservación de la vida en Gaza. Hay una hambruna táctica. Hay un límite en la cantidad de agua que se puede utilizar. Hay un límite en la cantidad de petróleo que se puede introducir en Gaza para calentar las casas o facilitar el transporte. La destrucción conjunta de instituciones y vidas demuestra que no se trata solo de un ataque al pueblo palestino actual, sino también de un ataque a la posibilidad misma de la vida palestina en el futuro. Una de las cosas que se está destruyendo o con la que se está acabando es el futuro de la vida palestina.
El hecho de que se hayan destruido todas las instituciones educativas, todas las instituciones de educación superior y la mayoría de las instituciones escolares, es, según Karma Nabulsi, una señal de escolasticidio, y el escolasticidio es parte del genocidio. El escolasticidio es la destrucción de la educación y significa que ese pueblo deja de tener acceso a la escolarización, a la lectura, a la escritura, al pensamiento, al juicio, a las habilidades, a las matemáticas, a la ciencia, a la ingeniería, a todas las cosas que posibilitarían la vida en el futuro.
La destrucción de la educación es también la destrucción de la imaginación, de una forma de imaginar el futuro y prepararse para él. Por eso no se trata solo de que el pueblo palestino sea asesinado en el presente y, por supuesto, haya sido asesinado desde 1948 y antes, cuando los asentamientos llegaron por primera vez y cometieron masacres en esa tierra, sino que también se está destruyendo su futuro.
Creo que no hay manera de negar que se trata de un genocidio. No tiene por qué parecerse a otros genocidios que hemos conocido. Todos los genocidios tienen su especificidad histórica: el genocidio contra el pueblo armenio, el genocidio contra los pueblos nativos de Estados Unidos, el genocidio contra la población judía, la comunidad romaní, los gais y las lesbianas durante el Tercer Reich. Todos tienen una organización muy concreta, una forma muy concreta. No estamos comparando las formas, lo que hacemos es preguntarnos si todos esos genocidios se ajustan a la definición. Y también revisamos esa definición ante nuevas formas de genocidio. Es una interacción muy compleja entre el derecho internacional y la realidad histórica. Ahora mismo tenemos ante nosotros un genocidio y estamos viendo que muchos países, muchos países europeos, han dado la espalda a sus obligaciones en materia de derechos humanos, a sus obligaciones como representantes de los derechos humanos, y se niegan a imponer políticas de boicot, desinversiones y sanciones y, en muchos casos, han seguido enviando armas y se niegan a imponer un embargo. Pero, de hecho, junto con Estados Unidos, los países europeos tienen el poder de detener este genocidio. Y siento decir que nuestros gobiernos no han ejercido su poder y, por eso, son cómplices. En mi caso, en Estados Unidos es obvio que estamos financiando esta guerra en buena parte. Y solo nos quedará el horrible fracaso moral de no haber logrado detener esta matanza sistemática.
Creo que no todo el mundo tiene miedo a sentir una ira extrema. Algunas personas sienten ira extrema con mucha facilidad. Algunas personas dejan que esa ira extrema se convierta en acciones violentas con mucha facilidad. Hay una relación desinhibida con la violencia, del tipo: «Siento enfado, voy a atacar». Quienes nos identificamos con una posición izquierdista o feminista de no violencia, podríamos pensar que tenemos la obligación de no enfadarnos, que no debemos ser personas enfadadas, ¿no? Tenemos que deshacernos de nuestra ira y acercarnos al mundo con compasión o amor, o con un espíritu de reparación, un espíritu de cuidado, pero sin ira. Bueno, hay muchas razones por las que eso no funciona. Y una de ellas es que la injusticia nos enfada. Y si la injusticia no nos enfadase, es que algo iría mal. Cuando vemos o nos enteramos o sentimos que algo es claramente injusto, reaccionamos con ira: «¡Así no es como debería funcionar el mundo!»; y lo que queremos es cambiar la situación. Ahora bien, la ira se traduce en acción cuando la injusticia es manifiesta, o debería hacerlo, si es posible actuar. Pero, para ello, hay que cultivar la ira. Este término es importante, como «un culto para cultivar la ira». ¿Qué significa eso? No significa: «Vamos a provocar la ira, vamos a enfadarnos». No, no exactamente. «Cultivar la ira» es darle forma, moldearla, dirigirla, decidir emitir un juicio (por ejemplo, ¿hacia dónde va a ir y qué va a intentar conseguir?) y cómo conservar esa ira sin replicar la forma de injusticia o de violencia a la que te opones. Por eso no puede ser venganza, porque la venganza suele replicar la forma de violencia a la que se opone. No puede ser un esfuerzo por dañar o destruir a otras personas, a quienes tienen opiniones contrarias, precisamente porque queremos vivir en un mundo que cohabita en la Tierra. Aparte de nuestras opiniones contrarias, no buscamos —no debemos buscar— aniquilar a quienes no están de acuerdo con nosotres.
Entonces, la pregunta es cómo vivir en un mundo en el que vas a enfadarte con determinado grupo todo el tiempo. Siempre habrá personas hacia las que sintamos enfado, siempre habrá situaciones que nos provoquen ira. Podemos dejarnos consumir por la ira, pero ese proceso es autodestructivo, ¿no? Oh, no debería expresar mi ira. Está mal expresar la ira. Si pensamos así, la volvemos en nuestra contra, la expresamos interiormente y nos acabamos autodestruyendo. Si no hemos erradicado la ira en ese momento, solo la hemos vuelto en nuestra contra en lugar de expresarla al mundo. Entonces, si debemos expresarla al mundo, ¿creemos que la ira es algo que opera por sí sola? ¿O creemos que tenemos el poder de cultivarla y moldearla? Yo uso el lenguaje. Escribo. Soy conferenciante. Se nota que cuando hablo de genocidio siento ira, pero no grito. Eso no significa que a veces no grite, yo grito. Grito, lloro… Pero ¿qué hago con mis gritos y mis lágrimas para cambiar o ayudar a cambiar algo en el mundo?
El ideal de la transformación tiene que estar en primer plano. Tiene que ser el centro de la acción. Eso no significa erradicar la ira. No significa darle libertad total para que se exprese de cualquier forma. La corrijo incluso cuando me invade. Y eso es muy difícil de hacer porque pensamos: «Si te invade una pasión como la ira, no puedes controlar la forma en que se manifiesta», pero piénsalo como una forma de arte, como un arte ético. Sientes ira. No quieres golpear a nadie. No quieres destruir a nadie ni nada. En realidad, lo que quieres es defender la justicia. Quieres defender la libertad. Quieres defender la vida de las demás personas. ¿Cómo integras todo eso? Es una lucha interna, pero también es una lucha colectiva. Podemos verlo desde un punto de vista psicológico, pero también podemos entenderlo como una lucha política. ¿Cuáles son nuestras estrategias? ¿Cuáles son nuestras tácticas? Tenemos que preguntarnos por nuestras estrategias y nuestras tácticas. ¿Reflejan el mundo que queremos encarnar y materializar? Porque no se puede tener una táctica que no represente el mundo en el que se quiere vivir. Las tácticas también son actividades que crean mundos. Mi táctica refleja no solo cuáles son mis compromisos, sino también el mundo en el que quiero vivir. Por lo tanto, tenemos que preguntarnos si nuestras tácticas pueden abarcar nuestra rabia y nuestra esperanza a la vez, y qué tipo de creación colectiva debe tener lugar para que esa combinación exista conjuntamente.
Bueno, en primer lugar, la infancia, las personas desempleadas, las que no tienen estudios, todas se encuentran con el género todos los días. No es un concepto ajeno. De hecho, es parte integrante de sus vidas. Toman decisiones sobre cómo criar a las niñas o a los niños. Toman decisiones sobre la vida doméstica y cómo se distribuyen las tareas domésticas. Toman decisiones sobre las carreras que quieren desarrollar o cómo convivir con las demás personas. Se presentan. Se acercan a otras personas en la calle de determinadas maneras con presuposiciones sobre quiénes son. Se mueven como cuerpos en el mundo, moldeados social y políticamente de maneras que, con toda probabilidad, expresen masculinidad o feminidad; o alteran esos términos, o tal vez quedan fuera de ellos.
Por lo tanto, el género es algo que está en la vida cotidiana. No es un concepto intelectual sofisticado. Es un marco en el que vivimos. Funciona en la familia, en las instituciones religiosas, en las instituciones educativas, en cómo se nombra y se separa a los niños de las niñas, las expectativas que se tienen sobre lo que harán en el aula y lo que harán en la vida. El género ya está ahí, podríamos decir, estructurando nuestras vidas. La verdadera cuestión es cómo dejar claro que el género puede ser un marco, un marco no marcado en el que vivimos y que damos por sentado, pero también un marco especialmente problemático.
Cómo actúan o cómo son las personas no siempre se corresponde con nuestras expectativas según el género asignado, ¿verdad? Por eso se puede usar una expresión como «asignación de género», que tal vez suene extraña o clínica, pero cuando decimos: «Hey, girl», o: «Chica», «mira, chica», nos estamos asignando género mutuamente. Hablamos todo el rato de niños y niñas, de mujeres y hombres, de esa señora o de ese tipo. Está en nuestro lenguaje, está en nuestra forma de ser. Puede que estemos muy felices con el género que se nos ha asignado. Puede que nos guste en plan: «Hoy voy a ser más como mi género. Voy a vestirme de cierta manera. Voy a moverme de cierta manera. Voy a bailar de cierta manera». A lo mejor se trata de algo muy identificado con ese género y muy divertido. Quizá a la hora de tener relaciones sexuales o citas se fomenta un tipo de apariencia muy marcada por el género para producir ciertos efectos. O quizás pensamos: «No tengo ni idea de cómo hacerlo». Sé que se espera que actúe de cierta manera o que tenga cierto aspecto, pero es algo que sencillamente no soy capaz de hacer. No me identifico con esa expectativa. No sé qué hacer con esa expectativa social. Tengo otros deseos o respondo a otras expectativas que provienen de mi comunidad y que no son las mismas. Hay diferencias y conflictos, y existen en todas las familias, incluso en las más conservadoras, o quizá especialmente en las más conservadoras. ¿El niño está creciendo como debe crecer un niño? ¿La niña está creciendo como debe crecer una niña? ¿Qué es esta actividad? ¿Por qué ese corte de pelo? ¿Por qué ese vestido? Ya me entiendes.
Está ahí, en nuestro día a día. Por eso cuando hablamos de género, no solo nos referimos a mi género y tu género. En realidad, nos referimos a todo un marco en el que se asumen, se rechazan y se reformulan de maneras complejas ciertas asignaciones sociales, y que varía histórica y culturalmente. Y es un campo de estudio y es tan interesante precisamente por esa gran variación.
Eso no significa que descartemos la biología o la genética, en absoluto. La mayor parte de la biología del desarrollo actual, excepto lo que se denomina «factores epigenéticos», es decir, factores que provienen del entorno o la sociedad, interactúa constantemente con nuestros genes y nuestras hormonas, y esas interacciones no siempre son predecibles. Somos una combinación compleja los seres humanos, en nuestras vidas marcadas por el género, no tenemos que negar la biología ni decir que todo es lenguaje o cultura. Solo tenemos que observar las interacciones que constituyen la complejidad humana. Y tenemos dos opciones: podemos respetar la complejidad humana tal y como es e intentar comprenderla, o podemos rechazarla e imponer categorías que la nieguen. Pero ¿qué estaremos haciendo en ese caso? Estaremos negando la realidad.
Sí, pero están ejerciendo su género de una determinada manera. Quiero decir, estos jóvenes están tratando de producir una determinada forma de masculinidad o de recuperar una forma de masculinidad que creen que se les ha negado, o tienen una forma de masculinidad que conlleva resentimiento y legitimación. Y esto está ocurriendo en todo el mundo. Podemos observarlo no solo en Estados Unidos y en España, sino también en Corea, en zonas recónditas de Sudáfrica... Hay muchos lugares en los que está ocurriendo. Por lo tanto, se puede rechazar el género como tema. No quieren usar esa palabra, o quizá sí, pero de forma negativa. De acuerdo. Entonces, su oposición al género define quiénes son e incluso define su género. Eso no significa que hayan escapado del género. En absoluto. Solo significa que están produciendo masculinidad de una determinada manera y, por extraño que parezca, confirmando mi teoría.
Es muy interesante porque en inglés la palabra que utilizo es «phantasm», que es una especie de realidad psíquica, pero sé que en las lenguas románicas «fantasma» se refiere más a un espectro, a un espíritu. Es como si te persiguiera un fantasma, ¿verdad? Me gusta que no fuese mi intención, pero me parece interesante que, a veces, cuando una obra teórica se traduce a otro idioma, adquiere significados que quien la escribió nunca pretendió.
Mi teoría no es que el género sea un fantasma, lo que digo es que para quienes forman parte del movimiento ideológico antigénero, es decir, para quienes se oponen al género, a la enseñanza del género, al concepto de género o a la introducción del género en las políticas públicas o en la legislación… Quienes son antigénero plantean el género como un fantasma. Son quienes piensan que el género es un concepto muy poderoso que destruirá la sociedad. Atribuyen al género una especie de poder, un poder destructivo que va mucho más allá de lo que cualquier investigación en estudios de género o cualquier política pública relacionada con el género haya imaginado jamás. Por eso están atribuyendo significados excesivos a esta idea, a esta palabra, género, que no le pertenecen. Han creado un enemigo. Han creado un fantasma aterrador. Han creado un poder destructivo. Adoctrinará a nuestra infancia. Destruirá la sociedad tal y como la conocemos. Será como una bomba nuclear. Destruirá la naturaleza.
Siento reírme, pero es que muchos de estos significados que se le atribuyen no tienen nada que ver con cómo funciona el concepto de género, ni en la educación, ni en la vida intelectual, ni en las políticas públicas. Temen políticas y medidas asociadas al género, como el matrimonio homosexual, la legislación contra la violación, la legislación contra la violación doméstica, la violencia doméstica, la crianza por parte de lesbianas y gais, los derechos de las personas trans a una atención sanitaria adecuada y a un estatus legal. Todas estas cuestiones son cuestiones políticas que no se pueden debatir.
Quiero decir, creo que todas ellas son reivindicaciones políticas, básicamente, pero eso es porque tengo valores feministas, cuir y transafirmativos. De acuerdo, es cierto. Pero el género es un concepto, no es responsable de esas políticas. El género ha llegado a funcionar como una representación de esas políticas y de una creencia que yo llamo «fantasmática», según la cual esas políticas tienen el poder de destruir el mundo en lugar de hacerlo más habitable para un determinado número de personas.
¿Si escuchar es una práctica relevante para mí? Si podemos escuchar, si tenemos la capacidad de oír, escuchar es una forma no solo de registrar otras voces humanas, sino también sonidos no humanos, los sonidos del mundo, los sonidos de la naturaleza, de la vida animal, del océano…, que nos permiten, creo, hacernos insignificantes en cuanto que seres humanos y darnos cuenta de que no todo gira en torno a lo humano. Por lo tanto, si queremos descentrar al ser humano para asegurar la vida interdependiente y el futuro, el futuro ecológico del mundo, tenemos que escuchar más allá, más allá de la voz humana, los sonidos del mundo.
También creo que es muy difícil escuchar a las personas con las que no se está de acuerdo. Si nos detenemos en el espacio humano un momento, es muy difícil escuchar a las personas con las que no se está de acuerdo. Y a veces tengo la sensación de que la gente no escucha porque tiene miedo de ser infectada por las palabras del otro, como si las palabras del otro se introdujeran en su interior y se convirtieran en parte quienes son, como si un veneno penetrase en el sistema.
Pero yo he intentado escuchar, por ejemplo, a las feministas transexcluyentes que me gritan. O sea, escucho los gritos, pero también intento escuchar las palabras que utilizan para comprender por qué están tan enfadadas, qué temen perder, qué creen que se está haciendo cuando las personas trans buscan vivir abiertamente con reconocimiento social y legal y con una atención sanitaria adecuada, sin discriminación. ¿Por qué da tanto miedo? Lo he intentado, no me limito a callarlas.
Tengo estudiantes con posturas conservadoras que hablan de lo que significa en su caso salir de la universidad, donde aprenden todo tipo de ideas progresistas, para volver a casa, por ejemplo, a su ciudad fronteriza de Texas, donde su familia blanca tiene muchas ideas racistas o incluso anhela un régimen autoritario para que la frontera sea más segura. Y dicen que es muy difícil moverse entre estos mundos, pero que pertenecen a ambos. Lo intentan, en sus propias palabras, hay quien me dijo: «Intento aferrarme a la humanidad del otro».
Pensé, qué significa eso de aferrarse a la humanidad del otro, ¿no? Significa no negar su humanidad. Pero ¿qué pasa si te aferras a la humanidad de otra persona que no se aferra a la tuya? O que afirma que se niega a aferrarse a la humanidad de cualquier grupo de personas, ya sean trans, migrantes o las dos cosas.
Es algo difícil de hacer porque significa que estás en desacuerdo o incluso muy en desacuerdo con estos grupos, pero no los estás destruyendo. De alguna manera, sigues respetándolos en la conversación como interlocutores, y en ese sentido, respetas su humanidad. Es otra ocasión en la que algo como cultivar la ira podría existir en combinación con cultivar la escucha, escuchar lo que es extremadamente difícil de oír, sabiendo que puedes sobrevivir a lo que se dice y que puedes responder, aunque a veces eso signifique salir de la habitación o ir a otro lugar o decidir cambiar el mundo en otro espacio y tiempo. Pero creo que escuchar es una forma de seguir respondiendo al mundo.
Tengo amistades que dicen: «No puedo leer el periódico, es demasiado duro. No puedo escuchar las noticias. No puedo ver las noticias». Cierran los sentidos porque lo que oyen es demasiado horrible. Es demasiado terrible. Pero luego hay otras amistades que sí escuchan lo horrible, las matanzas en Gaza, los bombardeos genocidas... Quienes sí escuchan, sí leen. Permiten que todo ese universo acústico les entre sin sentir que se les va a destruir por lo que oyen. Aún pueden... De hecho, eso les hace más sensibles. No niegan lo que está sucediendo en el mundo, reaccionan.
Y entonces, por supuesto, la pregunta es: «¿Qué haces con esa capacidad de reacción?». Algunas personas se sienten tan abrumadas que no pueden hacer nada, bloquean todo. Otras se preguntan: «Vale, me horroriza lo horrible, lo que he oído me conmueve y me transforma. ¿Qué hago ahora desde este lugar? ¿Qué responsabilidad se deriva de esta capacidad de reacción?». Y eso es importante. Nos hace seguir siendo seres sensibles que responden al mundo, pero también nos permite actuar y unirnos a actos de solidaridad o acciones colectivas cuyo objetivo principal es transformar el mundo y que ven cultivar la no violencia como el único futuro posible.
El viernes 26 de septiembre de 2025 el mundo se levantaba convulso un día más. En ese contexto agitado, le pensadore y activiste Judith Butler visitaba el Museo Reina Sofía con motivo del reconocimiento que el suplemento Ideas de El País le otorgaba a su trabajo y al impacto de su pensamiento en la sociedad contemporánea. 600 personas llenaron las butacas de los dos auditorios del Museo para escuchar en vivo a una de las voces referentes en el ámbito de los feminismos y la teoría queer.
En esta entrevista, concedida a RRS unas horas antes del evento, Judith Butler vuelca reflexiones de gran envergadura sobre el genocidio en Palestina, sobre el sentimiento de ira que nos invade como sociedad y sobre el género como una materia de interrelación entre todas las personas. Acerca del valor de la escucha en su pensamiento —y de su plasticidad para entrar, salir y comprender algo de la complejidad del mundo actual—, apunta que la escucha es síntoma de la interdependencia entre lo humano y lo no humano, pero también posibilidad de escucha de lo que no nos gusta y a quien no nos gusta. Butler postuló hace casi cuatro décadas la performatividad del lenguaje y del cuerpo y, desde entonces, no ha dejado de vincular estos conceptos con otros como la interdependencia, el duelo o la no violencia. Concluye así la entrevista apuntando a la transformación del mundo y al cultivo de la no violencia como el único futuro posible.
Judith Butler es filósofe. Es Distinguished Professor de la Escuela de Posgrado de la Universidad de California, Berkeley (Estados Unidos) y, previamente, ocupó la Cátedra Maxine Elliot de Literatura Comparada y Programa de Teoría Crítica en la misma universidad. En 2016, impulsó la constitución del Consorcio Internacional de Programas de Teoría Crítica, del que ahora ejerce como parte del consejo directivo y del equipo editorial de la publicación seriada Critical Times. Su trayectoria ha sido distinguida con numerosos honores, como el Premio Andrew Mellon al Mérito Académico en Humanidades, el Premio Adorno de la ciudad de Fráncfort por sus contribuciones al feminismo y la filosofía moral, y el diploma de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras del Ministerio de Cultura francés. Entre sus publicaciones destacan El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad (Paidós, 2006), Cuerpos que importan. El límite discursivo del sexo (Paidós, 2002) y Vida precaria. El poder del duelo y la violencia (Paidós, 2006). Su último libro ¿Quién teme al género? (Paidós, 2024) examina el lugar del género en la emergencia del autoritarismo y el fascismo y defiende los estudios de género en su esencialidad para la democracia.

Judith Butler en el Stephens Hall de la Universidad de Berkeley, 2024. Fotografía: Carlos Rosillo. Cortesía de El País
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- Fecha:
- 14/10/2025
- Realización:
- María Andueza
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